La sala de espera del centro médico estaba llena; un panal de microbios y bacterias. Así que dije a la recepcionista que yo iba a esperar afuera, en la calle, y que me llamara cuando llegara mi turno, por favor. Afuera esperaba otro paciente, fumando.
Después de un breve intercambio de palabras acerca del tiempo atmosférico, me contó que él estaba ahí por culpa del alcohol. Antes de que yo preguntara, agregó que él no era alcohólico. Una copa de vino al almuerzo, una o dos en la cena como cualquier sudeuropeo, y punto. Pero el médico había detectado que, como consecuencia del vino, se explicaban esos vértigos cada vez más violentos que había comenzado a sufrir a partir de una determinada edad. Pero a la vez, al dejar de beber vino, después de haberlo hecho durante tanto tiempo, le habían sobrevenido incomprensibles miedos, sobre todo a la muerte. El vino había pasado a formar parte de mi naturaleza, sentenció; y todos los días mi naturaleza reclamaba su porción de vinito, de ahí la ansiedad. Entonces, yo le dije, eso significa que usted hizo un negocio: cambió sus vértigos por el estado de ansiedad. Así es, respondió. Pero el negocio no era malo. Del vértigo, si tomo vino, no se sale. En cambio, de la ansiedad, puede que sí. Por eso estoy aquí. En ese momento lo llamaron; hasta la vista, y que le vaya bien.
No somos los que somos sino lo que llegamos a serDe regreso, caminando hacia mi casa, me tintineaba la frase: “el vino pasó a formar parte de mi naturaleza”. El tema, aparte de cierta comicidad, no carecía de interés. No tanto por el caso del paciente de marras, sino porque él, en mi opinión, había actualizado en formato personal una discusión muy actual. Me refiero a la que tiene que ver con "la naturaleza de la naturaleza humana”. Creo que aquí debo explicarme:
Desde hace algún tiempo, más bien como consecuencia del aparecimiento de movimientos socio-sexuales en los países democráticos del occidente político, la mayoría englobados bajo la sigla LGTBIQ+, ha cobrado cierta intensidad la discusión entre los partidarios de la sexualidad biológica y los defensores de la orientación sexual post-biológica (sexo y género). Los sectores más conservadores no aceptan a la segunda como sexualidad natural, sino más bien, como deformación antinatural. Los sectores llamados progresistas, en cambio, afirman vehementemente que la orientación sexual, en todas sus variantes, es natural al ser humano.
Puede que parezca extraño, pero los dos puntos de vista parten de una premisa común, a saber, que hay una naturaleza humana objetiva a la que cada uno cree conocer mejor que el otro. Visto así, el interesante paciente sudeuropeo para quien beber vino había pasado a formar parte de su naturaleza, habría golpeado en la cabeza del clavo con una tercera posición. La naturaleza no es lo que uno es sino lo que uno llega a ser, podría haber sido su tesis no enunciada. Ese “llegar a ser” es también la diferencia entre los seres humanos con los escorpiones.
El escorpión del muy conocido cuento no podía sino comerse al sapo que le había salvado la vida pues comer sapos es parte de la naturaleza de los escorpiones. Sin embargo, tomar o no tomar vino no está en la naturaleza del ser humano, pero sí, y este es el punto, puede ser integrado en su naturaleza, de tal modo que, faltando el vino –era el caso del paciente- la naturaleza protesta a través del estallido de una ansiedad y, al ingerir vino, la naturaleza protesta mediante vértigos. Razón suficiente para pensar que en el ser humano no hay una naturaleza sino al menos dos, y en el caso del paciente, ambas se habían peleado entre sí, lo que también es muy humano. Podríamos hablar entonces de una naturaleza originaria, (la del que no toma vino) y la naturaleza adquirida, (la del que toma vino). El ejemplo puede ser aplicado en otras esferas de la vida, incluyendo las más elementales: la sexualidad, y por cierto, la gastronomía, las dos muy dependientes de la cultura en la que nos desenvolvernos. ¿Adónde voy con estos ejemplos? Quienes me conocen lo saben. Voy, como suele suceder, a la política. O más bien, a la política de nuestro tiempo, dominado por creencias inseparables a las personas y, en menor medida, por ideas, las que al serlo tales, son separables.
Dime en lo que crees, eso eres.
El lector avisado advertirá que estoy conectando con Ortega y Gasset, particularmente con la más conocida de sus tesis contenidas en su libro Ideas y Creencias. Esa tesis dice así: “las ideas se tienen, en las creencias estamos”. Ahora, según Ortega, hay dos tipos predominantes de creencias: una son las religiosas, las otras ideológicas. Las primeras están formadas por revelaciones inapelables. Las segundas por ideas inapelables. La inapelabilidad entonces es el nexo que une a las religiones con esos sistemas de ideas congeladas llamadas ideologías. En tal sentido podríamos señalar que hay una relación de parentesco entre religiones e ideologías, relación que ha hecho creer a muchos que las ideologías son religiones secularizadas, o sea, religiones sin dioses. Pero este no es ahora el tema.
El tema por ahora es que tanto religiones, ideologías e ideas son propiedades muy humanas, y lo son hasta el punto de afirmar que son parte de nuestra naturaleza pues las tres vienen del pensamiento, y lo más propio a la naturaleza humana es el pensar. Lo dice el Evangelio según San Juan: al comienzo fue La Palabra (el Verbo, el Logos, el Pensamiento). Antes de que haya habido religiones, si seguimos a Juan, alguien pensó en Dios o a los dioses, es decir, tuvo una idea acerca de Dios (otros nos hablan de presentimiento)
No obstante, aunque religiones, ideologías e ideas vienen del pensamiento, hay una diferencia radical entre las dos primeras con respecto a la tercera. Y es la siguiente: las ideas, despojadas de ideologías y religiones, necesitan de la duda (quien no duda no piensa). Las religiones y las ideologías, en cambio, limitan el espacio de la duda. Por eso las religiones e ideologías nos sostienen y nos definen ("estamos en ellas", según Ortega) y en las ideas, suele suceder, nos perdemos; a veces sin posibilidad de regreso. Esa es la razón por la cual tantos políticos, para ganar adhesiones, actúan sobre el campo de de lo ideológico e incluso de lo religioso. Un político que ofrece dudas nunca será bien compensado. Ahí esta también la razón que explica el constante conflicto que se da entre los políticos de profesión -que todo lo saben- y los verdaderos intelectuales -que solo saben que nada saben-.
Las creencias, en formato religioso o ideológico, conforman las identidades pues, como decía Ortega, en las creencias estamos y las ideas las tenemos. Continuando con la tesis de Ortega, la formulación completa sería: "al estar en las creencias, de las creencias somos".
"Dime en lo que crees, eso eres" podría haber dicho un filósofo griego, pero como ninguno lo dijo, lo digo yo. En el mundo de la política tenemos muchos ejemplos. No pocos acostumbran a decir "yo soy de izquierda" o "yo soy de derecha". Somos muy pocos los que decimos, esta vez apoyaré a la izquierda o a la derecha. Los creyentes ideológicos van mucho más allá: unen todo su ser con una opción transformada en creencia y, al hacerlo, integran su creencia en su naturaleza mental del mismo modo como el paciente que dio comienzo a este artículo había integrado al vino en su naturaleza biológica. Repito entonces: no solo somos lo que somos sino también lo que hemos llegado (o decidido) ser.
La naturaleza del ser humano, al estar dotada del pensamiento, es cambiante, relativa, modificable, lo que para unos es un infierno, y para otros, una virtud. Ahora bien, cuando las creencias logran sobreponerse a las ideas en un conjunto social o nacional, la lucha política deja de ser una lucha por intereses o ideales y se transforma en lucha de, y por, identidades. Alcanzado ese punto, las ideas, al dejar de ser intercambiables se transforman en identidades inapelables, y lo peor, indiscutibles. Ahora bien, sin discusión, no hay política. De ahí que no son pocas las ocasiones en las que al imaginar que hacemos política, hacemos justamente lo contrario: defender o atacar identidades convertidas en creencias. Particularmente notorio aparece este fenómeno en los extremos políticos, en los mal llamados "radicales", ya sean de izquierda o de derecha. ¿Ha intentado discutir usted con un comunista o con un fascista? Si no lo ha hecho todavía, no lo haga. Es más fácil convencer a un drogadicto que abandone las drogas a que un extremista ponga en juego sus convicciones identitarias. Justamente en eso pensaba mientras leía una buena novela del muy buen escritor alemán Bernhard Schlink, titulada La Nieta.
No voy a contar el argumento de La Nieta, pero sí la intención.
El retorno de los nazis
La novela La Nieta nos da a conocer de modo minucioso las formas de ser y actuar de los neo-nazis en un pueblo del Este de Alemania de donde proviene la nieta del personaje central, una niña impregnada por la ideología de sus padres y que no solo no quiere, además no puede, aceptar opiniones contrarias a las de su formación neonazi, por muy lógicas y verídicas que estas sean.
La novela tiene, además del literario, un valor histórico. Nos muestra como el neonazismo, hoy representado electoralmente en AfD, no comenzó a tomar formas después de la caída del muro, como suelen creer no pocos comentaristas políticos, sino durante la propia dictadura comunista.
El neo-nazismo fue adoptado por algunos ciudadanos agrarios de la RDA como contrapartida al "internacionalismo proletario" del que se ufanaba la clase comunista dirigente. Los primeros neo-nazis practicaban un rabioso nacionalismo dirigido originariamente en contra de la población no alemana, principalmente becarios estudiantiles que parecían gozar de privilegios sociales. Allí, en comunas semiagrarias alejadas de los centros de poder, comenzó a incubarse una protesta neo-nazi la que hoy, bajo el amparo de las libertades que otorga la democracia liberal, ha florecido con fuerza en casi toda Alemania del Este. De ellas AfD es solo la punta pública visible de un iceberg que parece ser muy profundo. Asentamientos neo-nazis hay en Schleswig Holstein, Baja Sajonia, Mecklenburg y Alte Pomerania
Hoy ese ultranacionalismo neo-nazi no está dirigido en contra de una dictadura como la comunista, sino en contra de una cultura democrática, a la que suponen decadente y degenerada. Cultivan el cuerpo, celebran fiestas patrias fascistas, niegan el Holocausto, rinden culto a la memoria de crueles nazis como Rudolf Hess; y su objetivo es erradicar de Alemania a los judíos, pero sobre todo a la población musulmana, incluyendo la de segunda generación. En su mayoría son personas rudas y de escasa cultura, pero se imaginan a sí mismos como los redentores de la historia en contra de una clase política que "odia a Alemania" y favorece a las migraciones árabes que terminarán dictando sus valores a la nación.
Interesante en la narración de Schlink es que sin aspavientos nos logra presentar un cuadro bastante diferenciado y verídico de la realidad neo-nazi, en muchos puntos muy parecida a la de las comunas de izquierda de los años sesenta desde donde emergieron, como hoy en la extrema derecha, terroristas fanáticos que incorporan a su naturaleza ideológica, la razón de la muerte, la de los otros y las de ellos mismos.
Es cierto, la mayoría de los neo nazis están organizados en grupos aislados que se autoalimentan ideológicamente sin, o con muy pocos contactos con el mundo exterior. Sin embargo, en ese aislacionismo reside justamente el peligro. Hitler también fue una persona aislada, casi un autista, un ser que hasta el final de su vida solo establecía comunicación con quienes comulgaban en su totalidad con sus aberrantes ideologías.
No menos aislado que Hitler, lo fue y lo es Vladimir Putin, un hombre de infeliz infancia, un ser formado en los aparatos de espionaje comunista, un funcionario sin amigos ni amores, un adoctrinado en el arte de asesinar sin piedad, el que hoy practica metódicamente desde las oficinas de su poder total. El aislacionismo, en efecto, no impide, más bien ayuda, a que grupos autoreferentes como son los neo-nazis (alemanes y europeos) vean en Putin a un mesías, a un hombre que al fin reivindica los avasallados principios de la hombría, de la patria, de la religión, de la familia, de la autoexaltación corporal, del orden y de la voluntad de poder.
Esos asesinos, llámense Hitler, Stalin, Putin, y tantos más, son los que hoy intentan destruir la naturaleza democrática que parecía haber alcanzado la política de gran parte del mundo. Y como en la novela La Nieta de Schlink, aparecen primero en los márgenes, en aldeas, en pueblos, en asociaciones secretas, antes de enfilar hacia el poder. Cualquiera biografía de Putin nos muestra que así comenzó su camino.
En cada uno de nosotros compiten diversos modos de ser, diversas naturalezas y a veces hay que contar con que la naturaleza de la muerte, a través de sus creencias, ideologías, e incluso religiones, logre imponerse por sobre la naturaleza de la vida. Oponerse en contra de seres como Putin es por lo mismo oponerse a la muerte, en este caso a la muerte de la política. La naturaleza de la política -eso también es cierto- tampoco es la vida, pero sin vida, no hay política. La naturaleza de la política tampoco es la muerte. La naturaleza de la política es lo que ha llegado a ser la política. Y hoy, ante el aparecimiento de demonios como Putin, la política es, queramos o no, la lucha que tiene lugar entre el principio de la vida y el principio de la muerte, representada esta última en el imperio de Putin y en sus secuaces neo nazis, díganse estos de izquierda, como en gran parte de América Latina, o de derecha, como en gran parte de Europa.
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