Fernando Mires - LA CRISIS (GEO)POLÍTICA DEL SIGLO XXl

  


Se ha dicho tantas veces: las crisis no son siempre negativas. Cada crisis ofrece la posibilidad de su superación. Cierto, hasta ahora no ha existido una crisis eterna. En consecuencias, cada crisis podría ser entendida como un estado intermedio entre dos periodos de no crisis, esto es, de lo que suponemos es la normalidad. Lo podemos experimentar analizando lo que han sido nuestras propias vidas. No hay nadie o casi nadie, creo yo, que no haya pasado por una o algunas crisis. Así podemos comprender por qué cada crisis está asociada con una pérdida. Si perdemos a alguien o a algo importante, solemos caer en periodos de crisis, a los que también llamamos duelos, pues duelen. Salimos de la crisis entonces cuando encontramos un objeto de sustitución al objeto perdido. De ahí que, para decirlo con Proust, hay periodos en los que nos pasamos "buscando el tiempo perdido", tratando de encontrar lo que se nos fue y no volverá. Esos son periodos de crisis.

Hay periodos intermedios (entre dos crisis) sean biográficos o historiográficos. Lo que aquí interesa, es obvio, son los segundos. Suelen ser también muy productivos. Aparecen como indagatorias con relación a un futuro que no divisamos. Y como el futuro solo existe cuando aparece, es decir, cuando deja de ser futuro, no queda más alternativas que indagarlo en el pasado. Digo esto porque es evidente que atravesamos por un periodo de crisis. 

No me refiero a una gran crisis económica con repercusiones políticas como fue la de los años treinta del pasado siglo; más bien al revés: me refiero a una crisis política que tendrá, entre otras, fuertes repercusiones económicas. Una crisis en la que, la mayoría de quienes la están estudiando, la entienden como el traspaso de un orden geopolítico bipolar a un orden político (por ahora) tripolar, el que puede llegar a ser, si se dan las cosas como hoy la ven los gobernantes europeos, tetrapolar

El orden político bipolar fue el de la guerra Fría cuando las dos potencias atómicas, la URSS y los EE UU. decidieron no atacarse de modo directo, solo de modo indirecto en las llamadas "guerras de representación" como fue, entre otras, la de Vietnam. Esa bipolaridad terminaría, como es sabido, con el derrumbe del imperio soviético gracias a las revoluciones pacíficas que se dieron, primero en la cúpula soviética (Gorbachov y Yelzin), y después en las mal llamadas "democracias populares" sometidas a la URSS. A esas naciones pertenece, por filiación histórica, Ucrania, país que se emancipó de la URSS solo dos años después que las otras naciones del Este europeo. 

La declaración de independencia del 2001 con respecto a la URSS y por ende a Rusia, vincula a Ucrania con Rumania, Checoeslovaquia, Bulgaria, los países bálticos, Polonia, Alemania del Este, Moldavia, Georgia, y aunque Orban no quiera reconocerlo, con Hungría. Para muchos observadores, historiadores y analistas europeos, después de la bipolaridad había nacido un mundo unipolar, y como la unipolaridad no existe, ni en la geometría ni en la política, ese mundo debería ser, necesariamente, no polar. La idea de un mundo despolarizado inundó con su optimismo a los países occidentales. 

Como una vez creyó Hegel, después del estallido de la revolución francesa, habíamos entrado "al fin de la historia" entendida esta como una lucha entre una afirmación y una negación macrohistórica. Lo mismo sucedió en Europa después de las revoluciones democráticas del Este, las de 1989-1990. El sueño kantiano de la Paz Perpetua parecía renacer. No faltaron gobernantes occidentales que, llevados por el entusiasmo pacifista que primaba en Europa, invitaron nada menos que a la Rusia de Putin a sumarse a la OTAN, algo que incluso pareció posible durante el gobierno de George W. Bush cuando Putin decidió sumarse a los EE UU en la guerra en contra del "terrorismo internacional". No obstante, esas ilusiones duraron muy poco. 

Los optimistas occidentales no entendieron que un mundo sin contradicciones fundamentales había que buscarlo en el cielo, porque de la tierra estaba muy lejos. Tampoco entendieron que existen subjetividades colectivas, y eso quiere decir que lo percibido por los habitantes del mundo occidental no podía ser similar en la Rusia post-comunista. Como ha subrayado Joschka Fischer en su último libro (Die Kriege der Gegenwart: Las Guerras del Presente) cuando Putin dijo que "el derrumbe de la URSS había sido la catástrofe más grande del siglo XX", no era solo una opinión suya; expresaba más bien el estado de ánimo de millones de rusos, agregando a ellos a las viudas del comunismo soviético esparcidas a lo largo y ancho del mundo occidental. Por eso tiene razón Fischer cuando entiende al "momento de Putin" como un periodo "revanchista". 

Hoy ya no caben dudas: la invasión comenzada el 2014 a Ucrania (un test de Putin) y repetida el 2022, no fue una respuesta rusa al crecimiento obvio de la OTAN, sino un proyecto revanchista cuyo objetivo metahistórico era recuperar todos los territorios perdidos por el imperio soviético, proyecto cuyo escalón inicial es Ucrania. En ese sentido la invasión a Ucrania puede ser entendida como el inicio de una contrarrevolución rusa frente a los logros históricos alcanzados por la revolución democrática europea de 1989-1990. Nadie honesto se equivoca en ese punto: La guerra a Ucrania es y será el comienzo de una guerra rusa a Europa. Los gobernantes europeos, aunque muy tarde, así lo han entendido.

El sueño de un mundo no polar tuvo su primer despertar cuando nos decidimos a advertir que, allá en el lejano Oriente, crecía un polo económico llamado China, un capitalismo económicamente imperial bajo la dirección de una máquina gerencial llamada PCCH. 

El ascenso económico de China, sobre todo después de la caída del comunismo ruso y europeo, emergía como antípoda al capitalismo democrático occidental liderado por los EE UU. Por eso, en un sentido económico, nos guste o no, tenemos que dar la razón a Trump en un punto. Es el siguiente: La contradicción económica fundamental de nuestro tiempo es la que se da entre los Estados Unidos y la emergente China. El enemigo número uno de la estrategia geoeconómica trumpista es China y nada más que China. 

Rusia, para Trump, y para Xi Jimping, es solo un agregado circunstancial y, en cierto modo, secundario. Uno más de los poderes regionales en disputa, junto a la India, Irák o Arabia Saudita. Vista así, la intervención que llevan a cabo China y los EE UU. en la guerra que Rusia ha declarado a Ucrania, no apunta a la paz sino a atraer, o por lo menos neutralizar a su favor, a esa potencia militar que es la Rusia de Putin. Desde la perspectiva trumpiana, si ganar o neutralizar a Rusia pasa por abandonar Europa occidental a su perra suerte, así lo hará. Lo que interesa a Trump y a Xi, es reafirmar el poderío económico de sus respectivas naciones en el mundo global. 

La que libra Trump desde los Estados Unidos, no es por tanto una lucha en contra de la globalización sino una que busca afirmar las posiciones norteamericanas en el marco de la globalización. La globalización, desde la perspectiva de China y de EEUU., es el campo de lucha de dos potencias que pretenden ejercer la hegemonía económica internacional y así imponer condiciones al resto del mundo. America First significa que el lugar primero debe ser ocupado por los EE UU, para lo cual son necesarios los segundos y los terceros lugares; es decir, el mundo global.

Rusia es solo un imperio militar subordinado por el momento a la dominación china, y los EE UU. intentan sustraer a Rusia del conflicto mundial ofreciéndoles como regalo, no solo a Ucrania, sino a las naciones que ayer fueron miembros del imperio ruso. Por ahora el dilema es cuantos kilómetros cuadrados ucranianos deberán pertenecer a Rusia. Si Putin logra sus objetivos en Ucrania, el dilema será cuántos  kilómetros cuadrados de Europa del Este deberán pertenecer a Rusia. Si la expansión rusa continúa avanzando a lo largo y ancho de Europa, no será problema para Trump o Xi.  Los EEUU al fin no tienen ningún roce territorial con Rusia y China muy pocos. Este es el bipolarismo económico actual, y frente a él no tiene sentido cerrar los ojos. O se alínean al lado de China como quiere hacerlo Lula en Brasil o se alínean al lado de nosotros; esa es la alternativa que ofrece Trump al mundo. Ese mensaje también va dirigido a Putin. Lo prueba el reciente ataque norteamericano en Yemen a las tropas pro-iraníes armadas desde Rusia.

Por el momento vivimos una era de tres imperios: el territorial militar ruso, el económico chino y el económico y territorial norteamericano. Ese, se quiera o no, es ya un "orden mundial". Uno, claro está, muy distinto al orden  geopolítico que imperaba durante la Guerra Fría. La diferencia fundamental entre esos dos ordenes es que el anterior, al surgir de una guerra mundial, estaba sometido a reglas y leyes internacionales, ancladas en las Naciones Unidas, convertidas en foro mundial de las disputas geopolíticas. El nuevo orden, en cambio, al encontrarse en un periodo de formación, no precisa de las reglas y leyes que regían las relaciones políticas en el mundo, y por lo mismo, tanto Rusia como los Estados Unidos, no tienen el menor interés en ajustarse a condiciones que, a juicio de sus respectivos gobernantes, ya no existen. En ese punto China es más conservadora que Rusia y los EE UU., sobre todo porque hasta ahora la lucha hegemónica la venía librando China dentro, pero no en contra de las instituciones supranacionales. Rusia en cambio, se ha saltado todas las reglas y leyes que hasta entonces regían el orden mundial y los Estados Unidos de Trump, al reclamar propiedad sobre otras naciones (Canadá, Groenlandia, Panamá) no solo imitan a Putin sino además colaboran a destruir la institucionalidad internacional hasta ahora existente. Esa es la razón por cual entendemos que el mundo de hoy no vive una crisis económica, sino una crisis política de grandes dimensiones; una crisis política que se ha transformado en crisis de la política, tanto al interior como hacia el exterior de las democracias occidentales

En otras palabras, bajo la batuta de Putin y Trump, la política internacional ha regredido a sus momentos más primarios, a aquellos donde solo primaba la fuerza bruta, el poderío militar, y la colonización de territorios ajenos. Estamos en el siglo XlX pero con las armas del siglo XXl, esta es la terrible conclusión.

Hablar de regresión (término hasta ahora psicoanalítico) tiene sentido. A diferencia de los imperios del pasado cuya expansión era prevista en nombre del futuro (civilización según los ingleses, revolución según el bonapartismo francés, Dritte Reich según el nazismo, comunismo para el stalinismo) las revoluciones pro-imperiales de nuestros días reclaman para sí la resurrección de un pasado glorioso al que es necesario retornar. En China el marxismo como doctrina oficial a ser impartida en las escuelas, está siendo desplazado por la glorificación del pasado imperial de la enorme nación. En Rusia, Putin ha acogido en el Estado a la reaccionaria iglesia ortodoxa de su país con el objetivo de recuperar la grandeza geográfica, militar y religiosa del zarismo. Y Trump quiere hacer grande a los Estados Unidos "otra vez". Solo Europa, y algunas naciones del sudeste asiático, más un par de países latinoamericanos, se mantienen como defensores de la modernidad. Quizás en ellos, y desde ellos, asomará el futuro. Nunca se sabe.

¿Cómo defendernos de la posmoderna barbarie tecnoeconómica universal? Esa será materia de mis próximos artículos. Claro; si Dios quiere.


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