Fernando Mires - EL CISMA DE OCCIDENTE

 Importa precisar: caos y orden no son dos conceptos antagónicos; solo dos percepciones subjetivas de la realidad objetiva

Desde el punto de vista geopolítico, después del orden que prevalecía desde fines de la segunda guerra mundial, o para ser más exactos: desde la Conferencia de Yalta (1945), con el advenimiento del gobierno de EE UU en plena conexión con el del dictador ruso Vladimir Putin, hemos entrado, según muchos observadores, a un periodo dominado por el caos. Sin embargo, para los dos personajes, lo más probable es que estemos entrando a un nuevo orden mundial, uno regido por los imperios militar y económicos más poderosos del planeta, a saber: China, Rusia y los Estados Unidos. Eso querría decir que tanto el orden como el caos dependen de percepciones subjetivas de los sujetos del poder y de los del no-poder. Para los primeros, los sujetos del poder, el mundo se está reordenando y, por lo mismo, la legislación internacional que regía el orden anterior ha perdido validez. Para los segundos, hemos entrado a una fase donde los peces más grandes se comerán a los más chicos. 

Putin se encargó de mostrar la nueva realidad cuando desde comienzos del 2022 invadió a un país vecino, Ucrania, reconocido por las Naciones Unidas como independiente, libre y soberano, pasando por alto todas las normas, leyes y reglamentos que regían el orden mundial. Leyendo los diferentes comunicados del déspota ruso desde la Conferencia de Münich del 2007 hasta ahora, queda claro que para él, los intereses de Rusia no cabían en el corset de la legislación internacional.

Para los intereses surgidos del renacimiento de la Rusia Imperial, documentos firmados por el mismo Putin (los de Minsk entre otros) ya no regían cuando el imperativo era recuperar la grandeza geográfica e histórica de la antigua Rusia (sea esta la zarista o la stalinista). Algo parecido, pero no igual, está ocurriendo desde la llegada al poder de Trump y su clan político al gobierno norteamericano. Según ellos -y en ese punto no dejan de tener cierta razón- la legislación mundial de la Guerra Fría no puede primar en un orden mundial no bi-polar, sino por lo menos, tri-polar.

Probablemente Putin, al igual que Trump y sus respectivos secuaces, imaginan ser configuradores de un nuevo orden mundial; y en cierto modo lo son. Así se explica entonces por qué entre los dos gobiernos, el ruso y el estadounidense, ha sido establecido, si no una alianza, un plano de convergencias que atenta contra la autonomía de diversas naciones de la tierra.

Tomemos como ejemplo el caso de Groenlandia

La administración Trump considera que Groenlandia tiene una importancia económica y geoestratégica fundamental para los Estados Unidos. Eso basta para que el gobierno de Trump decida anexarla; así no más. No importan los derechos de Groenlandia o de Dinamarca, no importa que ese hecho pueda servir de casos precedentes que legitimarían, por ejemplo, la anexión de Taiwan por China (en el nuevo orden de cosas eso sucederá más temprano que tarde, opinan algunos geoestrategas)

Groenlandia, más que una significación geoeconómica, tiene una enorme significación simbólica. De acuerdo a su simbología el mundo pertenece a los fuertes y los más fuertes poseen derechos naturales sobre los más débiles; y punto. Ese es el meollo de la doctrina Putin. Es también el de la doctrina Trump. 

Doctrinariamente Putin y Trump se encuentran en estos momentos más cerca entre sí que entre Putin y su colega chino Xi. 

Para China, en efecto, la grandeza de las naciones no es la militar sino la económica, y si el nuevo orden internacional le estorba, podrá cambiarlo cuando alcance la primacía económica sobre otras naciones del mundo. Todavía, para Xi, no ha llegado ese momento que aguarda con su china paciencia.

China sigue un orden bien diseñado. Primero los mercados, después las leyes. No así para Putin y Trump. Primero destruimos las leyes, después nos apropiamos de lo que estimemos conveniente para hacer a nuestros países grandes otra vez, es la divisa de ambos líderes. De ahí que el mundo, mientras existan Putin y Trump, o en caso de deceso, las oligarquías que los secundan, ha regresado del reino de la legalidad para atravesar un largo periodo de -para decirlo con Karin Entrialgo- "alegalidad". 

Pero la alegalidad no puede ser ningún orden, podríamos argüir de acuerdo a nuestros moldes occidentales. Para Putin y Trump sin embargo, sí es un orden, aunque no sea legal. Se trata de un orden donde prima la ley natural, y la ley natural, para ambos mandatarios, es la ley del más fuerte.  

No extraña así que Putin haya sido el primer mandatario del mundo que apoyó los proyectos de Trump para anexar Groenlandia. Anexada Groenlandia por los EE UU, Trump no tendrá argumentos para criticar a Putin por anexar a Ucrania; eso lo entiende muy bien Putin. Por eso mismo hemos reiterado en distintos textos: El gobierno de Trump no puede ser árbitro entre Ucrania y Rusia. Trump ha tomado definitivamente partido a favor de los intereses de Rusia y ha hecho más concesiones a Putin de lo que este nunca pudo haber imaginado en la cuestión ucraniana.

Los Estados Unidos, en otras palabras, solo podrían ser intermediarios en torno a la paz en Ucrania en el caso de que a las conversaciones bilaterales se hubiera unido una representación europea. Pero para Putin como para Trump, Europa no existe ni militar ni políticamente. Para Putin como para Trump, Europa es un estorbo. Para Putin como para Trump, Europa debería dejar de existir como unidad política para ser sustituida por un conglomerado de naciones europeas "amigas" y "enemigas", entendiendo por amigas a aquellas donde las tendencias putitrumpistas han alcanzado el gobierno,  como ha sucedido en Hungría y Eslovaquia. En fin, tanto para Putin como para Trump, una Europa unida es una amenaza y, por lo mismo, ha de  ser aventada. 

¿Amenaza de qué?

Desde luego, la actual Europa no podrá ser una amenaza militar y probablemente económica para los Estados Unidos. Sin embargo puede llegar a ser -y en cierto modo lo es- una amenaza política. De acuerdo a los discursos trumpista y putinista, "la vieja Europa" pertenece a un pasado cuyos líderes continúan apegados a mitos inservibles, entre ellos la defensa de los derechos humanos, la soberanía de las naciones, la democracia  parlamentaria y, no por último, la independencia de los poderes públicos, en fin, todas esas libertades básicas que sirve a los putitrumpis para llamar a sus defensores "woke". O dicho así: para el autócrata Putin y para el tendencialmente autocrático Trump, Europa es la representación poli-geográfica de la democracia que ambos mandatarios quieren destruir, ya sea en sus propios países, ya sea en los países de sus respectivas órbitas.

¿Estamos entonces viviendo tiempos revanchistas?

Claro que sí; pero para entender mejor los objetivos configurados a partir de la confluencia entre Rusia y los Estados Unidos cabría afirmar que los intereses externos que en estos momentos los unen derivan de sus recientes historias internas. 

En el caso de Rusia parece ser evidente: lo que fuera para las democracias occidentales el fin del comunismo que tuvo lugar gracias a las revoluciones de 1989-90, a saber, un gran avance cuantitativo y cualitativo de las democracias a nivel mundial, fue para las élites rusas, una catástrofe nacional. Desde esa perspectiva, el avance de Rusia hacia Ucrania es un eslabón que sigue a los ataques a Chechenia y Georgia, y por lo tanto, debe ser considerado como un proyecto revanchista o, si se prefiere, una contrarrevolución  en contra de los principios que dieron a luz la ampliación de las democracias occidentales y, por consiguiente, a la OTAN. Putin representa el regreso a un pasado que, al ser pasado, ya no existirá más.

Cuando los putinistas dicen que su guerra es contra la OTAN, están diciendo lisa y llanamente que esa guerra ha sido concebida en contra de la defensa del occidente político. El objetivo verdadero de Putin, lo dijo siempre en los tiempos de Biden, no es Ucrania, sino eliminar la primacía económica, política y militar de Occidente. Destrozar a Ucrania significa para Putin derrotar a Occidente y así devolver el orgullo nacional perdido a su nación. Pues bien, en los Estados Unidos de Trump está comenzando a suceder algo parecido. 

El de Trump también podemos entenderlo como una suerte de revanchismo, pero no en contra de la disminución geográfica sino es contra de la disminución económica de los Estados Unidos en el concierto mundial. 

Esa disminución tenía a su vez su origen en el hecho de que el crecimiento económico de los Estados Unidos parecía haber tocado sus límites dentro del espacio determinado por la globalización económica mundial. De ahí se explican los ataques verbales que siempre emitió Trump durante su primera administración en contra del fenómeno de la globalización. 

En la campaña electoral que llevaría a Trump a su segunda presidencia, Trump intentó desde un comienzo mostrar como esa globalización se expresaba en el relativo estancamiento de algunos sectores de la economía norteamericana que Biden y su gente parecían ignorar. De este modo, Trump supo canalizar el descontento social, incluyendo el de muchos obreros jóvenes, en contra del sistema económico y político norteamericano. Su candidatura fue desde un comienzo, anti-sistema, dirigida con saña en contra de la clase política de su nación (Marlies Murray). Trump intenta así revivir el sueño norteamericano, según el cual cada generación debe gozar de un mejor nivel de vida que la anterior. Pero para eso -según Trump, Vance y Musk- es necesario desligarse de las amarras globalizadoras, lo que en la práctica significa desertar de las instituciones que impiden una mayor expansión de la economía norteamericana. De esa convicción surge la "guerra de los aranceles" a todas las naciones que con sus exportaciones pudieran poner en peligro la expansión de las empresas norteamericanas establecidas en territorio nacional, así como la deportación de la fuerza de trabajo barata que, según la creencia de los economistas de gobierno, impide aumentar los salarios a los trabajadores del país. 

En cierto modo, Trump ha concebido su misión como una rebelión del capital nacional en contra del capital internacional

De este modo, mientras el revanchismo de Putin tenía un carácter territorial y militar, el emprendido por Trump posee un carácter económico y -como estamos viendo en las pretensiones imperiales de Trump con respecto a Groenlandia, Canadá, Panamá- también territorial. Esto no significa que Trump sea un enemigo de la globalización. Trump sabe muy bien a estas alturas que es imposible desligarse de ella. Lo que pretende es otra cosa: convertir a la globalización en un medio para el crecimiento económico de los Estados Unidos. 

El "libertarismo" de Trump implica, en efecto, liberar a los Estados Unidos de sus compromisos internacionales, liberar a su nación de su clase política, incluido en ella a segmentos de los republicanos, permitir la toma del poder de una nueva clase tecno-económica con pretensiones políticas liderada por personas como Elon Musk y, no por último, desambarazarse de relaciones contraídas con países democráticos, sobre todo en Europa. Pues bien, esos proyectos llevarán a dividir Occidente en dos fracciones: Un Occidente autocrático y un Occidente democrático, sostenedor de principios y valores heredados de la Ilustración. Estados Unidos, en otras palabras, está liberándose de Europa y con ello está empujando a Europa a liberarse de Estados Unidos. 

Estamos asistiendo -esta es la tesis- a un cisma interoccidental cuyas consecuencias globales son muy difíciles de evaluar. 

Mucho más difícil será hacer una evaluación si tenemos en cuenta las expresiones emitidas por los  personeros más cercanos a Trump. "El chat de los ministros", llegado a las oficinas del director de The Atlantic, Jeffrey Goldberg, pudo no haber sido una casualidad. Mucho más importantes que las revelaciones sobre los ataques que iban ser dirigidos a Yemen, fueron las expresiones emitidas por Pete Hegseth y sobre todo por JD Vance con relación a Europa. Este último calificó a los europeos como parásitos. El insulto fue después reiterado por el propio Trump. Con ello se evidencia que el que aquí llamado cisma de Occidente ya está decidido por la administración Trump. Nadie puede ser aliado de parásitos. Vance no hizo, en verdad, sino confirmar la visión de Trump sobre Europa. 

El segundo paso ya parece estar decidido. Este será probablemente la informal o formal salida de los EE UU de la OTAN. A su vez, esto significaría que los Estados Unidos parecen alinearse no solo sin Europa en su futuras confrontaciones, sino en contra de Europa. Esa impresión es la que sustenta al menos el ex ministro del exterior de Angela Merkel, Sigmar Gabriel. "Trump"- dijo - "no se ha vuelto tanto hacia Rusia sino en contra de Europa".  Agregó: "Como proyecto que confiere igualdad de derechos a todos sus miembros, la Unión Europea va en contra de la comprensión (de Trump) del mundo" ¿Por qué? cabe preguntar: La respuesta de Gabriel es precisa: "Trump cree que puede dominar el mundo solo si prescinde de las reglas y normas internacionales". Pues bien, eso es exactamente lo mismo que piensa Putin. Y, por supuesto, Vance. Europa es un parásito porque quiere ser defendida y al mismo tiempo respetar las leyes internacionales. 

Las expresiones de Vance fueron recibidas con indignación en los Países Bálticos, en Polonia, en la República Checa, y en las oposiciones de Rumania e incluso de Hungría, países que han hecho enormes esfuerzos por sacudirse de las costras autoritarias heredadas de Guerra Fría, y así adaptarse a las duras exigencias que supone transformar regímenes dictatoriales en gobiernos democráticos. Para la tropa de cavernarios que rodean a Trump, Europa es un continente "woke", un antro donde impera el libertinaje sexual, el irrespeto hacia la familia tradicional, un continente rehén de parlamentarios charlatanes y organizaciones hiperburocráticas como la UE, cuyos países han sido  convertidos en botín de lo emigrantes islamistas. 

A Vance, así lo dijo, le indignaría tener que proteger a Europa por segunda vez. Olvida el ministro que, si bien junto con la Rusia de Stalin los Estados Unidos ayudaron a liberarse a Europa de la Alemania nazi, las revoluciones democráticas europeas en contra del comunismo liberaron a Estados Unidos del peligro comunista mundial. Olvida, además, que si es verdad que Europa recibe grandes cantidades de refugiados, la mayor parte de ellos provienen de Afganistán y de Irak, países destrozados por los Estados Unidos en sus absurdas guerras. O de Siria, país hecho añicos por Rusia, en sociedad con la tiranía de al-Assad, tolerada por los propios Estados Unidos. 

A la hora de los recuentos, podremos ver que en la OTAN Europa ha hecho más por Estados Unidos que los Estados Unidos por Europa. Con toda razón, opinan los gobernantes de las ex naciones comunistas europeas, la de Trump es una traición a Europa. Pero emocionalidades aparte, la realidad indica que bajo Trump los Estados Unidos están cambiando de bando, tratando a los que eran sus enemigos como aliados y a quienes fueron sus aliados como enemigos. Frente a esa realidad se encuentra Europa "en modo sandwich": entre  el avance militar ruso y la traición norteamericana.

Estados Unidos ya no es el núcleo democrático del Occidente político. 

Esa es una verdad objetiva. Otra verdad es que el Occidente está dividido y Europa se encuentra obligada a sobrevivir como unidad política. Salvo gobiernos pro-Putin como el de Orban, en ese punto están de acuerdo todos los gobiernos de los países europeos. Eso demanda por cierto realizar tareas muy difíciles. La primera de todas es convertirse en una fuerza militar en condiciones de medirse con Rusia, en el plazo más corto posible. Solo si es hecha bien esa tarea, Europa podría llegar a ser el nuevo núcleo democrático del mundo y así extender alianzas internacionales con países que disienten de Estados Unidos y a la vez son conscientes de la amenaza que representa la Rusia de Putin para el mundo. Una nueva alianza internacional, llámese NATO o no, que incluya a países como Canadá y algunos como a Australia, Japón, Corea del Sur y, si no fuera mucho pedir, a un par de países latinoamericanos. 

Ante esa nueva constelación, puede ser que desaparezca la Vieja Europa. Pero si se dan las condiciones podría nacer una Nueva Europa, portadora de las tradiciones democráticas más antiguas y a la vez más modernas. Alternativas que para muchos parecen por ahora, imposibles. Sobre todo si se toma en cuenta que los movimientos putitrumpistas se encuentran en posiciones avanzadas en la mayoría de los países europeos. Por eso la lucha comienza en casa, en cada nación, en cada elección.  

Cierto, puede ser posible que en el curso de ese proceso algunas naciones europeas cedan su gobierno a partidos putitrumpistas de ultraderecha o de ultraizquierda. Pero a la vez, otras naciones pueden ser ganadas para la causa democrática. Los millones de ciudadanos que han manifestado en las calles de Serbia, Rumania, Eslovaquia, a favor de una Europa unida y por más democracia en sus respectivos países, muestran que las reservas políticas de Europa no son pocas. Probablemente en los Estados Unidos tampoco lo son. Por eso será necesario para Europa no perder contactos con la oposición estadounidense, no solo la anidada entre los republicanos democráticos, o en el Partido Demócrata, sino también con una eventual sociedad civil que siempre se ha hecho presente en los Estados Unidos cuando uno de sus gobiernos -recordemos la era de las luchas en contra de la guerra en Vietnam- intentan llevar al abismo a la gran nación. 

En fin, la última palabra no ha sido dicha. La historia dirá si Trump fue el fundador totémico de un orden mundial caníbal o solo un simple accidente dentro de la ya larga historia de la democracia norteamericana.

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