Fernando Mires - MARADONA
Un fragmento de mi ensayo El fútbol, la política y la vida (2012)
Aparte de la relación con el tiempo, la política y el fútbol tienen mucho que ver entre sí; aunque no quiero decir que la política determine al fútbol ni mucho menos al revés. Mas, como ambas son actividades que emergieron en un universo impregnado por lo religioso, hay entre política y fútbol una relación sobredeterminada, de modo que encontramos muchos elementos que son de la política incrustados al interior de la lógica futbolística. Sobredeterminación significa-en su sentido freudiano- que entre dos instancias existe una determinación recíproca hasta el punto que es imposible separar lo determinado de lo determinante y eso es lo que ocurre entre política y fútbol, lo que no nos debe extrañar puesto que ambas son fuentes de identidades colectivas.
De que modo el fútbol puede llegar a ser un medio de formación de identidades en la construcción imaginaria de una nación, lo demuestra muy bien el conocido libro de Pablo Alabarces titulado “Fútbol y Patria”- “El fútbol y las narrativas de la nación en la Argentina” (Prometeo, Buenos Aires 2002).
“Fútbol y Patria”, de las que conozco, es una de las mejores síntesis de la historia social de Argentina. El problema es que el autor parece que no sabe mucho de fútbol. Yo no entiendo, para poner un ejemplo, como se las arregló para escribir un largo capítulo sobre el mundial de 1978 (el mundial de la dictadura) sin nombrar una sola vez a Mario Kempes. Es lo mismo que escribir sobre el mundial de 1954 sin nombrar a Puskas, sobre el de 1958 sin nombrar a Pelé, sobre el de 1962 sin nombrar a Garrincha. En cualquier caso, el capítulo Vll que lleva como sugestivo título “El maradonismo o la superación del peronismo con otros medios” es notable y recomiendo con énfasis su lectura. A través de ese capítulo es posible entender la relación “sobredeterminada” que puede darse entre política y fútbol.
Sin nombrar a Lacan, pero usando su terminología, Alabarces describe a Maradona como “un significante vacío” en torno a quien se articulan diversos cabos sueltos dejados por el descenso del populismo peronista. Interesante es que Alabarces no compara tanto a Maradona con Perón sino con su “pendant” femenino, Evita.
Al igual que Evita, Maradona asciende desde la pobreza extrema hacia el mundo de los símbolos.
Diego Armando Maradona era, efectivamente”, como miles de pibes que sueñan con llegar a ser astros del fútbol, un “cabecita negra”. Pero, además, un superdotado. En un país donde el fútbol es religión popular, Maradona convierte el balón en un agregado, una prótesis de su propio cuerpo. Como todo genio ya jugaba a los 15 años de edad en la primera de Argentino Juniors. Su llegada a Boca será el paso que lo llevará de ídolo local a ídolo nacional. Su traspaso al Barcelona lo convertirá en estrella global. Su partida al Nápoles será en cierto modo un doble regreso: un regreso a sus ancestros y un regreso al mundo de la pobreza del Sur italiano que se rebela, esta vez de modo futbolístico, en contra del Norte millonario y racista que llegó a representar Silvio Berlusconi, dueño del A.C. Milán y por añadidura, Primer Ministro.
El mundial de 1986 en México será la coronación de Maradona como entidad galáctica, como ídolo medial y como representante simbólico de los pobres del mundo en los estadios. El maradonismo superará así al peronismo. Por un lado, alcanza un nivel internacional que el peronismo nunca tuvo. Por otro, se convierte en la expresión máxima de la unidad nacional argentina. Y por si fuera poco, al derrotar Argentina a Inglaterra gracias a “la mano de Dios y la cabeza de Maradona”, Diego Armando, el Pelusa, pasará a ser visto en la imaginación popular como el vindicador que restaura el honor mancillado por la ominosa Guerra de las Malvinas. Inolvidable, además, será ese gesto insolente, en la gran final de 1990 frente a Alemania, cuando pifiado por el público de Milán mientras era entonada la canción nacional, Maradona movió los labios dejando traslucir un inconfundible “hijos de puta”, pasaje que ha pasado a ser tan importante como sus goles, en su ya tormentosa biografía.
Después del mundial de 1994 en los EE UU, donde su orina reveló lo que todos sabían, vendrá el lento descenso a los infiernos. Drogado, vilipendiado por la prensa, amenazado por mafiosos, rodeado por amigotes de baja ralea, insultado por la chusma moralista, enfermo, muy gordo, busca restaurar por múltiples medios su imagen perdida, recurriendo a diversos medios. Un día aparecerá con el nefasto Menem pidiendo la pena de muerte para los traficantes de droga. Otro día aparecerá en Cuba al lado del Gran Dictador. Otra vez buscará el amparo de Chávez, ese Perón sin Evita ni sindicatos, pero experto en comunicación medial.
En el fondo, el pibe tímido y exhibicionista que siempre fue Maradona, buscaba lo que busca cada ser humano: el reconocimiento del otro. O más simplemente: ser querido.
Según Alabarces, Maradona fue el último símbolo plebeyo de la patria, el último héroe nacional y quizás, agrego yo, el último gran populista de una nación populista. Y como sucede con todo mito, el mito de Maradona sobrevivirá a Maradona.
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