Fernando Mires - CONTIGO APRENDÍ
Intérprete: Armando Manzanero. Autor: Armando Manzanero
Contigo aprendí/ que existen nuevas y mejores emociones/ Contigo aprendí/ a conocer un mundo nuevo de emociones/ Aprendí/ que la semana tiene más de siete días/ a hacer mayores mis contadas alegrías/ y a ser dichoso, yo contigo lo aprendí/ Contigo aprendí/ a ver la luz del otro lado de la luna/ que tu presencia no la cambio por ninguna/ Aprendí/ que puede un beso ser más dulce y más profundo/ que puedo irme mañana mismo de este mundo/ las cosas buenas ya contigo las viví/ Contigo aprendí/ que yo nací el día en que te conocí
Aunque muchos dicen que el amor tiene su propio idioma hay una gran diferencia entre un idioma y el amor.
La diferencia es que en el caso de un idioma, aprendemos a entenderlo. En el caso del amor, aprendemos a sentirlo. Y el sentir está más cerca del pensar que el entender del pensar. Podemos aprender un idioma, a manejar un automóvil y a resolver un logaritmo, y para realizar aprendizajes tan complicados debemos poner en acción los mecanismos del “entendimiento”. En cambio, para saber acerca de sí esto es bueno o malo, bello o feo, alegre o triste, debemos pensar, y la decisión que viene del pensamiento está determinada por nuestro “gusto”, dicho de acuerdo a Kant. Esa es la razón por la cual la ética y la estética están mucho más cercanas al pensamiento que al entendimiento. El “gusto kantiano” no es ajeno al sentimiento que experimentamos a través del gusto.
El gusto que nos lleva a beber una copa de buen vino, a escuchar la melodía que nos trae tantos recuerdos, o simplemente a captar el latido del corazón de un cuerpo, viene de los sentidos, y desde los sentidos, sentimos, lo que llevará en un momento a sentir sentimientos que, a diferencia de las sensaciones, están más allá de los simples sentidos. Eso a su vez nos obligará a pensar si los rechazamos por alguna razón superior (o inferior), o si simplemente sucumbiremos frente a ellos como no ocurrió a Ulises o como nos ha ocurrido a tantos. En fin, si no fuera por los sentimientos seríamos seres mecánicos o, en el mejor de los casos, digitales.
Así sabemos por qué los más grandes pedagogos de la historia han insistido en la necesidad de buscar cierta sintonía entre el sentimiento y el entendimiento. Ya Pausanias enseñaba en el Symposium de Platón cómo los amantes jóvenes deben aprender de los de mayor edad no sólo las artes del amor sino las de la vida. Amar y enseñar, o amar y aprender, eran para Pausanias vínculos muy necesarios. A su vez, la gran renovación pedagógica de la modernidad, encabezada por Johann Heinrich Pestalozzi, insistía -en medio de la revolución industrial europea- en la necesidad de coordinar los conocimientos aprendidos con la naturaleza interior de cada ser, de modo que lo aprendido lo aprendiéramos con amor y no sólo por obligación. Sin embargo, el problema no resuelto ni por Pestalozzi ni por la pedagogía moderna podemos resumirlo en una pregunta: ¿Dónde se aprende el amor?
La verdad es que como ocurre con todas las cosas importantes de la vida, el amor no se aprende en ninguna universidad.
El ardid del amor es que de todas las tautologías, el amor es la más grande. Porque –y he aquí mi respuesta- el amor se aprende amando. O se aprende primero, siendo amado. Porque amar es tener que dar y sólo podemos dar lo que hemos recibido alguna vez. El amor es recibir para dar y dar para recibir y, luego, sólo se mantiene en sí mismo dando y recibiendo, o recibiendo y dando. Y eso jamás lo lograremos solos.
No obstante, no se trata de un simple intercambio energético donde uno da primero y recibe después. Se trata, más bien, de un dar y de un recibir que no pueden ser separados el uno del otro. Entre el cuerpo y el alma nos hicieron en el medio, una vez un poco más acá, otra vez un poco más allá. Pero eso no quiere decir que nosotros estemos en el medio, entre el cuerpo y el alma. Lo que sucede es que ese medio somos nosotros mismos en este mundo raro, según reza la letra de otro bolero legendario: "Tú me acostumbraste"
¿Por qué el del amor es un mundo raro? Esa respuesta la dio Armando Manzanero. El mundo raro es aquel en donde, entre otras cosas: una semana tiene más que siete días; donde vemos la otra cara de la luna; donde uno acepta irse tranquilo de este mundo; donde uno nace de nuevo después de haberte conocido; etc.
Desde la perspectiva de un mundo no raro, que es el que vivimos cada día en el trabajo, en la política, en los quehaceres, el mundo del amor es efectivamente muy raro. Si en el mundo “no raro” actuáramos como si la semana tuviera más de siete días todos nuestros proyectos y planes caerían al suelo, sin duda. De tal modo, entrar al mundo del amor implica alterar las relaciones del tiempo cronológico, lo que no significa salirse del tiempo -eso nunca lo podremos hacer- sino, simplemente entrar a otra dimensión del tiempo cuya intensidad es superior a su extensión, tesis que podría explicar mejor un físico que un filósofo. Ahora, desde una perspectiva psíquica, la alteración de las relaciones de tiempo es uno de los principales signos de la locura. Y así es, efectivamente. Perderse en el tiempo es enloquecer.
El amor es perderse en sí mismo a través del otro. O para decirlo a partir de ésta, por mí inventada definición: “El amor es volverse loco, aunque sin perder totalmente el juicio”. Yo pienso que Aristóteles, siempre tan moral, no estaría de acuerdo con dicha definición. Pero sí, quizás, Sócrates.
De acuerdo al "Fedro", Sócrates, según su evangelista Platón, aceptaba la tesis de que el amor lleva a la locura. Esa locura nos es transmitida por aquellas mensajeras de Dios (Eros) que son las musas . Lo importante es que una locura viene desde la propia divinidad, luego, no sólo es locura, sino, a la vez, es una forma superior del pensamiento: aquella guiada por la razón del amor que en su más alta expresión es –según Sócrates- divino. Dice Sócrates en el “Fedro” que gracias al amor recibimos alas que nos permiten elevarnos sobre nosotros mismos, sobre nuestra realidad y sobre nuestro tiempo. Recuerdo justo en este momento una frase de Nikos Kasantzakis, el gran escritor griego: “El alma humana es un lamento de amor que sube al cielo”.
Gracias a las alas del amor, nuestras almas se elevan hacia el cielo, hacia el mundo desde donde ellas vienen y van, que es el de la eternidad. Sólo en el amor nos aproximamos a otro espacio del tiempo, alcanzando una nueva altura que nos permite, como dice Manzanero, “mirar el otro lado de la luna”.
Mientras más se elevan las almas a través del amor, más lejos estamos del mundo al cual pertenece nuestro cuerpo. De ahí viene esa peligrosidad inherente al amor: sus alas quieren elevarnos más allá de nuestro cuerpo hasta alcanzar ese grado de altura (locura) que hace decir a Manzanero que él aceptaría -después de haber visto de cerca la divinidad del amor- “irse tranquilo de este mundo”. Porque el verdadero amor no sólo nos reconcilia con la vida. Además, nos reconcilia con la muerte. Con nuestra propia muerte.
Armando Manzanero, poseído por la locura mística del amor -en su grado más avanzado, bello y sublime- afirma incluso que él, gracias al amor, ha nacido el día en que conoció a su amada. Eso significa que Manzanero experimenta su amor como un nacer de nuevo, en fin, como un re-nacimiento.
El problema es -pienso yo- que para nacer de nuevo hay que morir. Me explico entonces el miedo que sienten tantos seres para aprender las lecciones que nos imparten las musas del amor a través de quienes amamos. En el libro del amor es recomendable, por lo mismo, no leer sus últimas páginas. Esas páginas nos relatan un mundo que sin duda es raro, pues desde nuestro punto de vista humano, ya no es el nuestro.
“Humano, demasiado humano” es nuestro mundo. Así lo dijo Nietzsche.
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