abía terminado recién de leer dos novelas muy interesantes aunque aburridísimas (no veo la contradicción) Una de un mexicano, otra de un colombiano, creo que han obtenido algunos premios. Importantes las dos para cualquier politólogo. Pero habiendo puesto fin hace tiempo a mis tareas académicas pensé que ya había pagado mi tributo a las ciencias sociales y decidí leer algo que me entretuviera un poco. Opté por Serotonina la última de Michel Houellebeck. La primera razón: ninguna de sus novelas ha logrado aburrirme. La segunda: casi todos los críticos literarios que detesto (de modo no personal, se entiende) como si hubieran recibido una orden del más allá han destrozado con pasión a Serotonina. Entonces debe ser buena, decidí. Y no me equivoqué. De las novelas escritas por Houellebecq, Serotonina es la que más me ha gustado.
La paradoja es que me entretuve mucho con la historia de un hombre aburrido. Aburrido, no depresivo, diferencia sutil que hizo notar en un programa de TV el dirigente del partido alemán Los Verdes, Robert Habeck, quién además de político es escritor. ¿Cuál es la diferencia entre el aburrimiento y la depresión? Buena pregunta. Después de algo meditar, he llegado a la siguiente conclusión: el ser depresivo camina hacia su muerte (aunque no la alcance) y el aburrido solo intenta separarse de la muerte para no caer en la depresión haciendo cosas que al comienzo lo entusiasman y después lo desaniman. La clave de esa diferencia la encontramos no en las meditaciones filosóficas de Houellebecq -deliberadamente superficiales- sino en la filosofía de Martin Heidegger. Nada menos.
Al observar que en idioma alemán aburrimiento significa literalmente “momento largo” (Langeweile) dedujo Heidegger que el llamado aburrimiento no es más que el tiempo desocupado de objetos referentes, cuando ese tiempo pasa y no es invertido en ninguna relación entre el ser y la nada (Grundbegriffe der Metaphysik) Entonces, enfrentados al vacío de la existencia nos preguntamos acerca de su sentido. Y claro: eso era exactamente lo que sucedía al “héroe anti-heroico”, Florent-Claude. A diferencias del depresivo que no encuentra ningún sentido a la vida, el aburrido se pregunta acerca de ese sentido. Incluso, infructuosamente, lo busca. Y esa búsqueda bien narrada, puede ser hasta entretenida. Más aún: fascinante. No para Houellebecq, naturalmente, pero sí para quienes lo leemos y en su infortunio lo acompañamos.
Para Florent-Claude el sentido de la vida, no hay ninguna duda, era el amor, su amor: su Camille, a quien perdió como consecuencia de que “Dios es un guionista mediocre” pues permitió a Camille sorprenderlo al salir de un hotel después de un polvo circunstancial con una afro-francesa de hermoso culo, algo que le puede pasar a cualquiera cuando las posibilidades de ser sorprendido en tan venial pecado son remotas (en la novela de Philip Roth “Everyman” ocurre una situación muy parecida) El hecho es que al pobre Florent-Claude, Dios le jodió la vida. Camille lo sorprendió in flagranti.
A partir de ese instante Camille se convirtió en el pasado de Florent-Claude y así llegó a ocupar el lugar de lo-que-ya-no-se-tiene, esa ausencia sobre la cual el deseo de amor aparece con fuerza justamente porque su objeto no está. Y como en tantos casos, la vida de Florent-Claude se convirtió en tragedia. O de acuerdo al tono que impone Houellebecq a sus reflexiones -por momentos recuerda a Woody Allen cuando “filosófa”- en tragicomedia. Entonces fue cuando Florent-Claude comenzó no solo a preguntarse sino a buscar con ahinco el sentido de su vida. Y naturalmente lo hizo donde tantos lo buscan: en el sexo.
En Houellebecq el sexo es puro y duro. Seguramente fue ese sexismo sobredimensionado del cual se ufana Houellebecq en todas sus novelas, aunque en el caso de Serotonina menos que en otras (La carte et le territoire, por ejemplo) lo que hizo decir al neo-papa de la literatura alemana, Denis Scheck: “Houellebecq es un gran provocador”. No sin razón. La sexología de Houellebecq está destinada a espantar corazones tiernos. Es directa, incluso brutal. Me ahorraré las escenas zoofílicas. Lo que quiero subrayar, Houellebecq es un autor pornográfico que no hace concesiones. Nada de erotismo: digo pornográfico en el buen sentido del término. ¿Hay acaso un buen sentido del término? Claro que sí, y lo voy a demostrar. Para hacerlo de modo sumario, haré una diferencia entre lo que entiendo por pornografía y erotismo.
Una de las diferencias proviene del ingenio de Mario Vargas Lllosa quien dictaminó: “el erotismo en la literatura es pornografía bien escrita”. No obstante Houellebecq demuestra lo contrario: lo suyo es pornografía bien escrita pero no es erótica. La diferencia hay que buscarla entonces en otra parte, y parece ser la siguiente: mientras el erotismo sugiere, la pornografía muestra. En cierto modo la pornografía es erotismo sincerado, sin espíritu ni alma, puramente biológico. Un ejemplo literario: la Madame Bovary de Flaubert es más erótica que pornográfica. En cambio, la Lady Chaterley de D.H.Lawrence es más pornográfica que erótica. Ambas, a su vez, son grandes novelas. Y un ejemplo pictórico: aunque el mundo artístico se me venga encima sostengo que Egon Schiele, al dibujar a algunas damas, hizo pornografía, pero con más delicadeza artística que otros dedicados a pintar vírgenes.
El problema con la pornografía no reside por lo tanto en la pornografía sino al servicio de qué se encuentra la pornografía. Si está al servicio del arte como en Schiele, o de la narración como en Houellebecq, no hay ningún problema. Pero si comienza y termina en sí misma, ya es algo más problemático. Como lo ha sido desde los tiempos de los “trópicos” de Henri Miller, de las fantasías de Anaís Nin, del “miedo a volar” de Erica Jong, de la “máquina de follar” de Charles Bukowski. Pero la pornografía, vale decir, la sexualidad abierta y directa, no es para Houellebecq un fin sino un medio, y en el caso de Serotonina, uno destinado a buscar nada menos que el sentido de la vida. Así escribió: (el sexo) sigue siendo el único momento en que involucra personas y discretamente tus órganos por lo cual el paso por el sexo y por un sexo intenso sigue siendo obligatorio para que se produzca la fusión amorosa. Nada puede hacerse sin él, y todo lo demás dimana de él, suavemente”. Premisa de donde parte su apología de la función fálica, tan similar a la de Lacan. “El falo es el órgano de manifestación del amor, porque el hombre apenas dispone de otros”. Es la felicidad que se anuncia ante la realidad del coño, al que él, macho al fin, concede un poder telúrico: “no hay nada más poético que un coño cuando empieza a humedecerse”. Un poder superior al arte, uno frente al cual las obras de autores como Goethe, Proust, Lamartine, Thomas Mann, no valen nada para Houellebeck
En la tragedia viviente de Florent-Claude, el coño de Camille era la representación del amor de y a Camille, no porque tuviera el mejor coño del mundo sino porque era de Camille, la ausente, su objetivo fallido, su vacío, la razón de su existencia, la única persona que podía llenar su no-ser. Un sueño irrealizado, no porque el amor sea un sueño, -así lo dice Houellebecq- sino porque “es un sueño de a dos”. En síntesis, la tragedia, y en cierto modo la grandeza de Houellebecq no reside en su pornografía, sino en el hecho de que la suya es una “pornografía romántica”. No creo que haya muchas de esa especie en el mercado virtual de la literatura mundial.
No obstante, el sexo para Houellebecq no es el único sustituto del amor. Casi todas las páginas están dedicadas a la búsqueda de una sustitución de Camille, repito: su imaginario sentido de vida. La buscó en el compromiso social, falló. La buscó en la política, falló. En el deporte, falló. La buscó en la gastronomía, y ahí estuvo a punto de no fallar. Desde cuando yo leía a Manuel Vásquez Montalván y su legendario inspector Carvallo, no había padecido tanta hambre al leer un libro. Las descripciones gastronómicas de Houellebecq son deliciosas. Pero hay un problema: todas las cenas que se propina Florent-Claude están relacionadas con el recuerdo de Camille. Dicho de modo ontológico, en su búsqueda de sentido, Florent-Claude solo tenía dos vías, ambas derivadas de la palabra sentido: los sentimientos y las sensaciones. La primera estaba cerrada, pertenecía a Camille. A la segunda dedicó toda su atención. Pero como suele ocurrir, las sensaciones nunca lograrán superar el peso de los sentimientos. Florent-Claude estaba condenado a fracasar. Lo dijo el mismo: “la segunda parte de mi existencia solo sería, a semejanza de la primera, un plácido y doloroso derrumbamiento”.
Solo en un episodio logró Florent-Claude dar cierto sentido a su vida. Fue cuando comenzó a practicar tiro al blanco. En el acto de disparar estaba obligado a concentrar sus sentidos dirigidos a un objetivo. No obstante, cuando llegó la hora de disparar sobre cuerpos vivientes, Florent-Claude tampoco pudo hacerlo. La muerte del otro no era su objetivo: carecía de sentido. La muerte suya tampoco. Solo le quedaba la alternativa de vivir sin sentido. Y para cumplir ese objetivo, recurrió a Captorix, la droga que le permitiría “recuperar los ritos aparentes de una vida normal, la higiene, una vida social reducida, trámites sencillos”, al precio, claro está, de reducir su cuota de libido con su consiguiente impotencia sexual. En suma: vivir muriendo. Creo que Florent-Claude, por lo menos en ese punto, no es una excepción entre los mortales.
Al fin de la novela nos encontramos con un Florent-Claude planificando a largo plazo su muerte. Esta bien, me dije, mientras siga planificando no se muere. Si vive, no lo sé.
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