Fernando Mires - CHILE, 50 Años DESPUÉS
El presente texto es el epílogo a mi ensayo titulado "Chile, una revolución sin contrarrevolución"
A punto de cumplirse medio siglo del golpe de estado en Chile, pensé que no estaría de más dar una opinión sobre esos tres años que si bien no cambiaron el mundo, anunciaron cambios paradigmáticos en los modos de hacer y concebir la política (no solo en Chile). Debía hacerlo, pues me cuento entre esos pocos sobrevivientes que no solo vivieron esos años sino, además, intentaron testimoniarlo a través de la palabra impresa.
He de decir, antes de comenzar, que las imágenes de esos tres años no me han abandonado nunca. Tal vez me parezco un poco a mi país. El 11 de septiembre ha quedado grabado en la memoria colectiva chilena, a veces como recuerdo, a veces como trauma, pero siempre presente. Pienso, más bien estoy seguro, que todo lo que he escrito después de ese día, que a tantos nos cambió la vida, no habría sido igual si no tuviera detrás de mí, a esa niebla roja de “nuestro” propio 11 de septiembre.
Como suelo hacer antes de poner manos a la obra, busqué textos de referencia general. Ahí fue cuando me topé con un voluminoso libro de mi autoría publicado en la editorial siglo XXl de México a fines del siglo XX, un libro que versa sobre experiencias llamadas revolucionarias en distintos países de América Latina y cuyo título es La Rebelión Permanente. Entre esas experiencias, yace, como perdida entre varias, un ensayo sobre los acontecimientos que dieron lugar al golpe de estado en Chile. Al comenzar a examinarlo después de tanto tiempo, me di cuenta de que no necesitaba escribir un nuevo ensayo, pues todo (de verdad, todo) lo que pensaba escribir sobre el tema, estaba ahí.
¿Es que mi visión sobre lo acontecido en Chile no ha cambiado nada desde hace más de veinte años? No, no se trata de eso. Había algunas frases que cambiar –y lo hice – y algunas opiniones ahí contenidas, también decidí modificarlas. Como ya explicaré el porqué, también cambié el título originario, La revolución que no fue, por otro que me pareció mucho más pertinente: Una contra-revolución sin revolución. Lo que no había cambiado, digamos más claro, lo que era imposible cambiar (aunque a veces, debo reconocer, lo hubiera querido) son los hechos. Es, este, un ensayo sobre hechos.
Recuerdo que en los tiempos en que escribí este ensayo sobre Chile, había leído recientemente el ensayo de Hannah Arendt titulado Mentira y Verdad en la Política, uno de los textos que más ha marcado mi modo de pensar la historia y la política. De acuerdo a la línea de Arendt (lo digo con mis propios términos) hay interpretaciones de los hechos, pero también hay interpretaciones sin hechos (Ella diferenciaba entre “verdades o mentiras de opinión” y “verdades o mentiras de la razón”) Ahora bien, con respecto a lo sucedido en Chile, ya había podido observar que la literatura predominante sobre los sucesos que llevaron al golpe de estado, está basada en interpretaciones que, o prescinden de los hechos o no se ajustan a los hechos. Fue entonces cuando me propuse escribir un ensayo que no contuviera una sola interpretación que no estuviera vinculada a algún hecho. Esa fue la razón por la que no podía cambiar demasiado el contenido originario de mi ensayo: los hechos, la verdad de los hechos, la terquedad de los hechos, estaban ahí, siempre e, incluso, dolorosamente presente.
El ensayo originario, repito, llevaba como título, Chile: la revolución que no fue. Quería decir que en Chile, durante los tres años de Allende y la Unidad Popular, no había habido ninguna revolución ni social, ni política ni económica. Pero al leer de nuevo mi ensayo, yo mismo me asombré ante la frecuencia con que había escrito la palabra contra-revolución.
¿Cómo podía haber una contrarrevolución sin la existencia de una revolución? Por un momento pensé que la mía era una incoherencia. No obstante, después de meditar, llegué a la conclusión de que, efectivamente, había sido así: en Chile, durante 1970-1973 había tenido lugar una contra-revolución y ninguna revolución. En otras palabras, la contra-revolución chilena había logrado aparecer cronológicamente ante la posibilidad, pero no ante la realidad de una revolución. Viéndome obligado a reflexionar sobre el tema, pude darme de pronto cuenta de que lo sucedido en Chile no era ninguna excepción, aunque tampoco era una regla.
Hay de verdad en la historia casos de contra-revoluciones que no responden ni corresponden a una revolución sino solo frente a la posibilidad de una revolución. Si quisiéramos ponerle algún nombre, podríamos llamarlas contra-revoluciones preventivas, en analogía a las guerras preventivas. Para verificar esa posibilidad, mi imaginación no tuvo que viajar muy lejos. El mejor ejemplo lo tenía en la historia del país en donde resido: Alemania.
En efecto, la de Hitler fue también una contrarrevolución sin revolución. Recuerdo, al mencionar este punto que justamente en Alemania tuvo lugar una polémica muy dura sobre esta secuencia. Ocurrió cuando uno de los mejores historiadores del periodo nazi, Ernst Nolte, escribió que la principal causa que llevó al triunfo de Hitler, fue la amenaza comunista.
De más está decir que en esa ocasión, casi toda la intelectualidad progresista alemana, conducida por Jürgen Habermas, se empeñó en el intento de negar la tesis de Nolte. Lo que no pudieron negar, sin embargo, es que la amenaza del comunismo existía, no desde Stalin sino desde el mismo Lenin, quien hipotecó todo el futuro de la revolución rusa, en espera de que pronto surgiría una revolución en Alemania. Como es sabido, esa revolución no apareció nunca. En cambio, apareció la contra-revolución hitleriana.
Quizás la debilidad de la defensa de Nolte era no haber sabido diferenciar, lo que daba pábulo a sus contradictores para que sustituyeran la palabra “causa” por la palabra “culpa”, aduciendo que, en este caso, según Nolte, la culpa del nazismo la habían tenido los comunistas, muchos de ellos asesinados en los campos de concentración alemanes. Si Nolte hubiera formulado su tesis con mayor cuidado, podría en cambio haber dicho: entre las múltiples razones que llevaron al nazismo, la amenaza comunista – Stalin no se cansaba de hacerla presente – fue una de las más decisivas. De eso estoy completamente seguro.
Sin la amenaza comunista que enardeció los miedos de las clases medias alemanas, no habría habido nazismo, o por lo menos, no habría habido el nazismo que hubo. El nazismo fue, en primera línea, una contra-revolución anti-comunista. Y al escribir esta última frase me pareció escuchar detrás de mí la voz de algunos de mis antiguos ya “no-amigos” de la izquierda chilena: ¿Ahora vas a echar la culpa a los comunistas y a la izquierda chilena del golpe de estado que hubo en Chile en el 1973? Respondo: tranquilo, no estoy hablando aquí de culpas ni de culpables. Dejemos la palabra “culpa” a la teología.
Como sea, tampoco podemos pasar por alto el hecho de que la UP planteaba construir el socialismo en Chile. Por medios democráticos, claro está. Pero todo lo que hacía, o quería hacer, tenía como miras un futuro que no estaba dado, en medio de un presente democrático que sí estaba dado. Ese presente estaba marcado por la existencia de una Guerra Fría, o confrontación de bloques, y uno de esos bloques era, a nivel mundial, el comunista.
No podemos olvidar tampoco que la única muestra de socialismo que teníamos los chilenos como referencia continental, era el cubano, cuyo ejemplo – y no sin razones – era para muchos sectores, aterrador. La larga visita de Fidel Castro a Chile no hizo más que aumentar los temores de gran parte de la ciudadanía y solo parecía confirmar la tesis de la derecha relativa a que el gobierno preparaba una insurrección en contra de la democracia y sus instituciones. Para colmo, tampoco podemos olvidar a las fuerzas políticas chilenas que levantaban la consigna “Ya tenemos el gobierno, ahora hay que tomar el poder”. De más está decir, esa consigna no era demasiado atractiva para una mayoría nacional que nunca quiso ser socialista y que, además, no tenía ningún motivo para quererlo.
Por cierto, Allende, el partido comunista, fracciones socialistas, eran pragmáticos y contaban con más que suficientes credenciales democráticas. Al fin y al cabo habían hecho toda su carrera política en las oficinas y foros del parlamento. Como he recalcado en mi ensayo, la izquierda chilena no venía una de “Sierra Maestra”, ni de una larga marcha a través de las montañas, sino desde una larguísima trayectoria a través de las instituciones democráticas. De eso no me cabe la menor duda. Pero aquí estamos hablando no solo del comportamiento, sino de la inserción ideológica e histórica de la Unidad Popular. Quiero decir: la Unidad Popular era poseedora de una práctica democrática, pero su inserción ideológica mundial y continental, era radicalmente anti-democrática.
Para construir el socialismo en términos democráticos hay que tener y mantener una mayoría absoluta. Esa mayoría, por primera vez en su historia, estuvo la UP a punto de alcanzarla durante el gobierno de Allende. Sin embargo, como intento demostrar en mi texto, esa mayoría no votaba por la construcción del socialismo -de acuerdo a la lectura de los sectores extremistas de izquierda dentro y fuera de la UP- sino para oponerse a los planes de una derecha que había abandonado la ruta democrática de la oposición para seguir la ruta anti-democrática de la contra-revolución.
La derecha chilena no logró superar a la izquierda en votos, pero si logró superarla en su infidelidad a la democracia. El golpe de 1973 no fue apoyado por la mayoría del pueblo chileno y la dictadura de Pinochet – en eso se parece a las dictaduras comunistas – nunca fue mayoritaria. De ahí se explica en parte, su increíble brutalidad.
No existen revoluciones democráticas, aunque todas se denominen así. Pero, por lo mismo, tampoco existen contrarrevoluciones democráticas. Y en la hora del día del juicio, tenemos que decir que en la práctica, no en la ideología, el conjunto de la derecha chilena, incluyendo a la -durante Allende- ultraderechizada democracia cristiana, sí rompió con el proceso constitucional chileno.
Los hechos, y no las interpretaciones son los que, para cada historiador, deben contar. No hay nada, pero absolutamente nada, que en términos no morales sino políticos, justifique, aún en las condiciones políticamente críticas que vivía Chile durante 1973, un golpe de estado. Mucho menos ese golpe militar perpetrado con cobardía por una junta de generales asesinos en contra de un pueblo desarmado.
La verdad es que para analizar la contra-revolución chilena de 1973 aún nos faltan algunos elementos. Por ejemplo, hay muchas teorías sobre la revolución. Pero no hay muchas teorías sobre la contrarrevolución, a menos que consideremos teorías, textos literarios como el que hace tanto tiempo escribió Curzio Malaparte, bajo el título Golpe de Estado - técnica de la revolución (1937).
En términos generales podríamos afirmar que el desarrollo de una contra-revolución no es demasiado diferente al de una revolución. Descontento de las masas, crisis de los partidos centristas, desplazamiento hacia los extremos, contexto internacional, formación de poderes alternativos (gremial y partidario) y apoyo del ejército constitucional, son realidades que se han dado en la mayoría de los procesos revolucionarios y contra-revolucionatios de la historia moderna.
Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre las revoluciones y las contra-revoluciones. Esa diferencia es que las contra-revoluciones suelen ser más violentas y crueles que las revoluciones que busca combatir (negar, bloquear, prevenir). O diciéndolo con las palabras usadas por Samuel Huntington, las contra-olas reaccionarias suelen ser más grandes y tormentosas que las olas revolucionarias. Y bien, esa característica se dio con creces en el proceso que llevó al triunfo de la contra-revolución chilena de 1973.
El enorme grado de violencia aparecido en la contra-revolución chilena tiene que ver -esta es una interpretación avalada por hechos – con la acumulación de odio social que tuvo lugar entre los opositores durante los tres años del gobierno de Allende. Interpretación que no solo puede ser explicada por razones económicas o políticas, sino también por otras a las que podríamos llamar psicológicas, entre ellas, miedos colectivos, los que siendo azuzados, pueden llevar a un verdadero estado de histeria social. En otros términos: mientras el motivo de toda revolución es el deseo de conquistar un futuro, el motivo de toda contra- revolución es el miedo a perder el presente, en el aquí y en el ahora. Perder no solo dinero, sino status, posiciones sociales, en fin, poder.
El humano acosado por miedos es capaz de cualquier cosa. No de otro modo podemos explicar tanta destrucción, tanta maldad, tanto asesinato, en el Chile de Pinochet.
Escribo estas líneas cincuenta años después mirando hacia Chile, no sin cierta preocupación. Después del fin de la dictadura advino un largo periodo de paz social instituido por los llamados gobiernos de la concertación, los que llegaron formar un centro político sólido que permitió al país crecer económica y políticamente. Periodo que comenzó a terminar con una irrupción social – así la llaman algunos historiadores – iniciada con el “estallido social” de 2020. Un estallido social, que fue visto por gran parte de los observadores, como respuesta a un saldo de desigualdades sociales no superadas por los gobiernos de la era post- pinochetista. Luego, el regreso a un nuevo gobierno de izquierda popular, no un gobierno de centro izquierda como los de la concertación, sino a un gobierno de izquierda-centro como fue el de la UP. Recurriendo a la propagada fantasiosa de una “segunda oportunidad histórica”, observamos otra vez el propósito de “dar comienzo a un nuevo comienzo”, reivindicando la mitología revolucionaria heredada de traumatizados padres y abuelos.
La fantasía de hacer a Chile de nuevo, la que se expresó en el intento por imponer una nueva Constitución que rompía no solo con el constitucionalismo de la dictadura sino con toda la, en muchos puntos, admirable tradición constitucional chilena, ha terminado por convertir al gobierno de Boric en un gobierno de minoría.
No queremos decir que nuevamente Chile se encuentra amenazado por una “contra-revolución sin revolución”. Pero no deja de ser intranquilizador comprobar como en vastos sectores de la ciudadanía, precisamente en contra de los excesos de extremos de una izquierda que apoya a Boric, ha surgido como respuesta un deseo de reconciliación con los crímenes del pinochetismo. Una respuesta tal vez, a intentos de la izquierda por idealizar al periodo del Chile de la Unidad Popular. En los dos casos, vemos a un país que no ha podido liberarse del pasado. Chile continúa siendo un rehén del ayer.
Para liberarnos de la tiranía del pasado, hay dos alternativas que nunca debemos elegir: una es la de vivir en el pasado idealizándolo u odiándolo; la otra reside en el intento, siempre frustrado, de borrar el pasado “dando vuelta la página”. Quizás la vía más adecuada sea tratar de entenderlo, pero no de acuerdo a nuestros amores u odios del presente, sino de acuerdo a los hechos, tal como fueron. Tal como ocurrieron.
El pasado será siempre visto con los ojos del presente. Pero – y esto es importante remarcarlo – el pasado está en, pero no es el presente.
Como suelo hacer antes de poner manos a la obra, busqué textos de referencia general. Ahí fue cuando me topé con un voluminoso libro de mi autoría publicado en la editorial siglo XXl de México a fines del siglo XX, un libro que versa sobre experiencias llamadas revolucionarias en distintos países de América Latina y cuyo título es La Rebelión Permanente. Entre esas experiencias, yace, como perdida entre varias, un ensayo sobre los acontecimientos que dieron lugar al golpe de estado en Chile. Al comenzar a examinarlo después de tanto tiempo, me di cuenta de que no necesitaba escribir un nuevo ensayo, pues todo (de verdad, todo) lo que pensaba escribir sobre el tema, estaba ahí.
¿Es que mi visión sobre lo acontecido en Chile no ha cambiado nada desde hace más de veinte años? No, no se trata de eso. Había algunas frases que cambiar –y lo hice – y algunas opiniones ahí contenidas, también decidí modificarlas. Como ya explicaré el porqué, también cambié el título originario, La revolución que no fue, por otro que me pareció mucho más pertinente: Una contra-revolución sin revolución. Lo que no había cambiado, digamos más claro, lo que era imposible cambiar (aunque a veces, debo reconocer, lo hubiera querido) son los hechos. Es, este, un ensayo sobre hechos.
Recuerdo que en los tiempos en que escribí este ensayo sobre Chile, había leído recientemente el ensayo de Hannah Arendt titulado Mentira y Verdad en la Política, uno de los textos que más ha marcado mi modo de pensar la historia y la política. De acuerdo a la línea de Arendt (lo digo con mis propios términos) hay interpretaciones de los hechos, pero también hay interpretaciones sin hechos (Ella diferenciaba entre “verdades o mentiras de opinión” y “verdades o mentiras de la razón”) Ahora bien, con respecto a lo sucedido en Chile, ya había podido observar que la literatura predominante sobre los sucesos que llevaron al golpe de estado, está basada en interpretaciones que, o prescinden de los hechos o no se ajustan a los hechos. Fue entonces cuando me propuse escribir un ensayo que no contuviera una sola interpretación que no estuviera vinculada a algún hecho. Esa fue la razón por la que no podía cambiar demasiado el contenido originario de mi ensayo: los hechos, la verdad de los hechos, la terquedad de los hechos, estaban ahí, siempre e, incluso, dolorosamente presente.
El ensayo originario, repito, llevaba como título, Chile: la revolución que no fue. Quería decir que en Chile, durante los tres años de Allende y la Unidad Popular, no había habido ninguna revolución ni social, ni política ni económica. Pero al leer de nuevo mi ensayo, yo mismo me asombré ante la frecuencia con que había escrito la palabra contra-revolución.
¿Cómo podía haber una contrarrevolución sin la existencia de una revolución? Por un momento pensé que la mía era una incoherencia. No obstante, después de meditar, llegué a la conclusión de que, efectivamente, había sido así: en Chile, durante 1970-1973 había tenido lugar una contra-revolución y ninguna revolución. En otras palabras, la contra-revolución chilena había logrado aparecer cronológicamente ante la posibilidad, pero no ante la realidad de una revolución. Viéndome obligado a reflexionar sobre el tema, pude darme de pronto cuenta de que lo sucedido en Chile no era ninguna excepción, aunque tampoco era una regla.
Hay de verdad en la historia casos de contra-revoluciones que no responden ni corresponden a una revolución sino solo frente a la posibilidad de una revolución. Si quisiéramos ponerle algún nombre, podríamos llamarlas contra-revoluciones preventivas, en analogía a las guerras preventivas. Para verificar esa posibilidad, mi imaginación no tuvo que viajar muy lejos. El mejor ejemplo lo tenía en la historia del país en donde resido: Alemania.
En efecto, la de Hitler fue también una contrarrevolución sin revolución. Recuerdo, al mencionar este punto que justamente en Alemania tuvo lugar una polémica muy dura sobre esta secuencia. Ocurrió cuando uno de los mejores historiadores del periodo nazi, Ernst Nolte, escribió que la principal causa que llevó al triunfo de Hitler, fue la amenaza comunista.
De más está decir que en esa ocasión, casi toda la intelectualidad progresista alemana, conducida por Jürgen Habermas, se empeñó en el intento de negar la tesis de Nolte. Lo que no pudieron negar, sin embargo, es que la amenaza del comunismo existía, no desde Stalin sino desde el mismo Lenin, quien hipotecó todo el futuro de la revolución rusa, en espera de que pronto surgiría una revolución en Alemania. Como es sabido, esa revolución no apareció nunca. En cambio, apareció la contra-revolución hitleriana.
Quizás la debilidad de la defensa de Nolte era no haber sabido diferenciar, lo que daba pábulo a sus contradictores para que sustituyeran la palabra “causa” por la palabra “culpa”, aduciendo que, en este caso, según Nolte, la culpa del nazismo la habían tenido los comunistas, muchos de ellos asesinados en los campos de concentración alemanes. Si Nolte hubiera formulado su tesis con mayor cuidado, podría en cambio haber dicho: entre las múltiples razones que llevaron al nazismo, la amenaza comunista – Stalin no se cansaba de hacerla presente – fue una de las más decisivas. De eso estoy completamente seguro.
Sin la amenaza comunista que enardeció los miedos de las clases medias alemanas, no habría habido nazismo, o por lo menos, no habría habido el nazismo que hubo. El nazismo fue, en primera línea, una contra-revolución anti-comunista. Y al escribir esta última frase me pareció escuchar detrás de mí la voz de algunos de mis antiguos ya “no-amigos” de la izquierda chilena: ¿Ahora vas a echar la culpa a los comunistas y a la izquierda chilena del golpe de estado que hubo en Chile en el 1973? Respondo: tranquilo, no estoy hablando aquí de culpas ni de culpables. Dejemos la palabra “culpa” a la teología.
Como sea, tampoco podemos pasar por alto el hecho de que la UP planteaba construir el socialismo en Chile. Por medios democráticos, claro está. Pero todo lo que hacía, o quería hacer, tenía como miras un futuro que no estaba dado, en medio de un presente democrático que sí estaba dado. Ese presente estaba marcado por la existencia de una Guerra Fría, o confrontación de bloques, y uno de esos bloques era, a nivel mundial, el comunista.
No podemos olvidar tampoco que la única muestra de socialismo que teníamos los chilenos como referencia continental, era el cubano, cuyo ejemplo – y no sin razones – era para muchos sectores, aterrador. La larga visita de Fidel Castro a Chile no hizo más que aumentar los temores de gran parte de la ciudadanía y solo parecía confirmar la tesis de la derecha relativa a que el gobierno preparaba una insurrección en contra de la democracia y sus instituciones. Para colmo, tampoco podemos olvidar a las fuerzas políticas chilenas que levantaban la consigna “Ya tenemos el gobierno, ahora hay que tomar el poder”. De más está decir, esa consigna no era demasiado atractiva para una mayoría nacional que nunca quiso ser socialista y que, además, no tenía ningún motivo para quererlo.
Por cierto, Allende, el partido comunista, fracciones socialistas, eran pragmáticos y contaban con más que suficientes credenciales democráticas. Al fin y al cabo habían hecho toda su carrera política en las oficinas y foros del parlamento. Como he recalcado en mi ensayo, la izquierda chilena no venía una de “Sierra Maestra”, ni de una larga marcha a través de las montañas, sino desde una larguísima trayectoria a través de las instituciones democráticas. De eso no me cabe la menor duda. Pero aquí estamos hablando no solo del comportamiento, sino de la inserción ideológica e histórica de la Unidad Popular. Quiero decir: la Unidad Popular era poseedora de una práctica democrática, pero su inserción ideológica mundial y continental, era radicalmente anti-democrática.
Para construir el socialismo en términos democráticos hay que tener y mantener una mayoría absoluta. Esa mayoría, por primera vez en su historia, estuvo la UP a punto de alcanzarla durante el gobierno de Allende. Sin embargo, como intento demostrar en mi texto, esa mayoría no votaba por la construcción del socialismo -de acuerdo a la lectura de los sectores extremistas de izquierda dentro y fuera de la UP- sino para oponerse a los planes de una derecha que había abandonado la ruta democrática de la oposición para seguir la ruta anti-democrática de la contra-revolución.
La derecha chilena no logró superar a la izquierda en votos, pero si logró superarla en su infidelidad a la democracia. El golpe de 1973 no fue apoyado por la mayoría del pueblo chileno y la dictadura de Pinochet – en eso se parece a las dictaduras comunistas – nunca fue mayoritaria. De ahí se explica en parte, su increíble brutalidad.
No existen revoluciones democráticas, aunque todas se denominen así. Pero, por lo mismo, tampoco existen contrarrevoluciones democráticas. Y en la hora del día del juicio, tenemos que decir que en la práctica, no en la ideología, el conjunto de la derecha chilena, incluyendo a la -durante Allende- ultraderechizada democracia cristiana, sí rompió con el proceso constitucional chileno.
Los hechos, y no las interpretaciones son los que, para cada historiador, deben contar. No hay nada, pero absolutamente nada, que en términos no morales sino políticos, justifique, aún en las condiciones políticamente críticas que vivía Chile durante 1973, un golpe de estado. Mucho menos ese golpe militar perpetrado con cobardía por una junta de generales asesinos en contra de un pueblo desarmado.
La verdad es que para analizar la contra-revolución chilena de 1973 aún nos faltan algunos elementos. Por ejemplo, hay muchas teorías sobre la revolución. Pero no hay muchas teorías sobre la contrarrevolución, a menos que consideremos teorías, textos literarios como el que hace tanto tiempo escribió Curzio Malaparte, bajo el título Golpe de Estado - técnica de la revolución (1937).
En términos generales podríamos afirmar que el desarrollo de una contra-revolución no es demasiado diferente al de una revolución. Descontento de las masas, crisis de los partidos centristas, desplazamiento hacia los extremos, contexto internacional, formación de poderes alternativos (gremial y partidario) y apoyo del ejército constitucional, son realidades que se han dado en la mayoría de los procesos revolucionarios y contra-revolucionatios de la historia moderna.
Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre las revoluciones y las contra-revoluciones. Esa diferencia es que las contra-revoluciones suelen ser más violentas y crueles que las revoluciones que busca combatir (negar, bloquear, prevenir). O diciéndolo con las palabras usadas por Samuel Huntington, las contra-olas reaccionarias suelen ser más grandes y tormentosas que las olas revolucionarias. Y bien, esa característica se dio con creces en el proceso que llevó al triunfo de la contra-revolución chilena de 1973.
El enorme grado de violencia aparecido en la contra-revolución chilena tiene que ver -esta es una interpretación avalada por hechos – con la acumulación de odio social que tuvo lugar entre los opositores durante los tres años del gobierno de Allende. Interpretación que no solo puede ser explicada por razones económicas o políticas, sino también por otras a las que podríamos llamar psicológicas, entre ellas, miedos colectivos, los que siendo azuzados, pueden llevar a un verdadero estado de histeria social. En otros términos: mientras el motivo de toda revolución es el deseo de conquistar un futuro, el motivo de toda contra- revolución es el miedo a perder el presente, en el aquí y en el ahora. Perder no solo dinero, sino status, posiciones sociales, en fin, poder.
El humano acosado por miedos es capaz de cualquier cosa. No de otro modo podemos explicar tanta destrucción, tanta maldad, tanto asesinato, en el Chile de Pinochet.
Escribo estas líneas cincuenta años después mirando hacia Chile, no sin cierta preocupación. Después del fin de la dictadura advino un largo periodo de paz social instituido por los llamados gobiernos de la concertación, los que llegaron formar un centro político sólido que permitió al país crecer económica y políticamente. Periodo que comenzó a terminar con una irrupción social – así la llaman algunos historiadores – iniciada con el “estallido social” de 2020. Un estallido social, que fue visto por gran parte de los observadores, como respuesta a un saldo de desigualdades sociales no superadas por los gobiernos de la era post- pinochetista. Luego, el regreso a un nuevo gobierno de izquierda popular, no un gobierno de centro izquierda como los de la concertación, sino a un gobierno de izquierda-centro como fue el de la UP. Recurriendo a la propagada fantasiosa de una “segunda oportunidad histórica”, observamos otra vez el propósito de “dar comienzo a un nuevo comienzo”, reivindicando la mitología revolucionaria heredada de traumatizados padres y abuelos.
La fantasía de hacer a Chile de nuevo, la que se expresó en el intento por imponer una nueva Constitución que rompía no solo con el constitucionalismo de la dictadura sino con toda la, en muchos puntos, admirable tradición constitucional chilena, ha terminado por convertir al gobierno de Boric en un gobierno de minoría.
No queremos decir que nuevamente Chile se encuentra amenazado por una “contra-revolución sin revolución”. Pero no deja de ser intranquilizador comprobar como en vastos sectores de la ciudadanía, precisamente en contra de los excesos de extremos de una izquierda que apoya a Boric, ha surgido como respuesta un deseo de reconciliación con los crímenes del pinochetismo. Una respuesta tal vez, a intentos de la izquierda por idealizar al periodo del Chile de la Unidad Popular. En los dos casos, vemos a un país que no ha podido liberarse del pasado. Chile continúa siendo un rehén del ayer.
Para liberarnos de la tiranía del pasado, hay dos alternativas que nunca debemos elegir: una es la de vivir en el pasado idealizándolo u odiándolo; la otra reside en el intento, siempre frustrado, de borrar el pasado “dando vuelta la página”. Quizás la vía más adecuada sea tratar de entenderlo, pero no de acuerdo a nuestros amores u odios del presente, sino de acuerdo a los hechos, tal como fueron. Tal como ocurrieron.
El pasado será siempre visto con los ojos del presente. Pero – y esto es importante remarcarlo – el pasado está en, pero no es el presente.
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