Fernando Mires - POLÍTICA Y PANDEMIA
Antes que nada es una fiesta de la prensa. Me refiero a la amarilla, a la roja, a la blanca, o a la de cualquier color. La pandemia con sus siempre cifras ascendentes, vende.
Ha sido también una fiesta para los filósofos cuando con doctas voces anuncian que el ser humano es finito, mortal y perecible. Y para los psicólogos, cuando nos recuerdan que la paranoia puede ser una epidemia aún más grande que la del coronavirus. Y para los literatos, cuando asocian al Covid-19 con el Rey Peste de Edgar Allan Poe, con Muerte en Venecia de Thomas Mann, con La Peste de Albert Camus. Y para los historiadores cuando nos cuentan de los estragos causados por la peste negra, la peste española, la peste de Justiniano, la gripe de Hongkong y la de las Vacas Locas. Y para los sociólogos cuando nos recitan acerca del virus global y posmoderno de la era de la globalización. Y para los bancos donde serán elevados a gusto las tasas de interés y de paso culpar a la pandemia. Y para los supermercados, vaciados de papel higiénico, jabones, pastas, conservas, y, por supuesto, cerveza. Y para los vendedores de mascarillas: los de las calles sucias y los de amazon.com.
La pandemia ha sido también una fiesta para muchos políticos.
Al comienzo los gobernantes del mundo parecían formar un coro: “Tenemos todo controlado”, “nuestro país está libre de virus”, “hemos tomado todas las medidas, nadie debe temer”. Recién, cuando la epidemia se convirtió en pandemia, cambió el tono triunfalista: “hemos convocado a todas las fuerzas vivas de la nación”, “hemos creado un consejo superior de estado”, “daremos un ejemplo al mundo en materia de seguridad”, “tenemos el mejor servicio hospitalario del planeta”.
El presidente Piñera de Chile, como ya es costumbre inveterada, puso el detalle cómico: aludiendo sin darse cuenta al carácter leguleyo que dicen tener los chilenos, declaró: exigiremos una declaración jurada en los aeropuertos. De acuerdo a la redacción, no se sabe si a los pasajeros o a los virus
El asunto pasó a mayor cuando algunos jefes de estado descubrieron que el virus podía servir para estigmatizar a gobiernos con los cuales no mantienen buenas relaciones. Quien comenzó el perverso juego fue Putin, prohibiendo la entrada de todo chino a Rusia (en China el virus está concentrado en la región de Wuhan) Erdogan ni corto ni perezoso, lo siguió, prohibiendo todos los vuelos que vienen de Europa (como si Turquía estuviera en Marte). Trump, el infaltable, encontró el momento preciso para revivir el anti-europeísmo de los norteamericanos prohibiendo los vuelos desde Europa a los EE UU, aduciendo que los europeos no saben controlar el problema (a esas alturas EE UU tenía más personas infectadas que varios países de Europa ) Y como a río revuelto hay ganancia de pescadores, el presidente de la Generalitat catalana, Quim Torra, pidió al gobierno Sánchez aislar a Cataluña, léase, no a una ciudad, no a Barcelona, sino a toda la región de Cataluña. Evidentemente Torra intenta lograr con razones biológicas lo que no ha podido con razones políticas: separar a Cataluña de España. Así que ahora, sépanlo: para el independentismo hay virus españoles y virus catalanes.
Maduro no podía quedar fuera del escenario. No se sabe si siguiendo a Trump o a Putin o a los dos, prohibió todos los vuelos desde Europa y -como iba a faltar – desde Colombia.
Venezuela, país del populismo, es ahora el del pospopulismo. El que fuera robusto populismo de Chávez tiende cada vez más a bifurcarse en dos vías: el populismo-militar de Maduro y el populismo medial de Guaidó. Así como hay dos asambleas (parlamentos), hay dos presidentes: uno con poder de fuego, otro con poder simbólico. El espectáculo que ambas instancias ofrecen frente a la pandemia, es, por decir lo menos, grotesco. Mientras Maduro, con una mascarilla digna de Jessse James poco antes de asaltar un banco, instaba a fabricar tapabocas artesanales, Guaido dictaba medidas de gobierno que nunca podrá cumplir pues no tiene cómo. Demagogia pura, escenificación histriónica morbosa, representada ante los ojos de un pueblo sufriente que espera la llegada del virus como una más de las cien plagas que debe soportar cada día.
Pocas veces los políticos del mundo han mostrado de un modo tan unánime estar dispuestos a usar todos los medios a su alcance en beneficio de la ampliación de sus espacios de poder. Para muchos de ellos el coronavirus no es más que una expresión del, por Michel Foucault denominado, “bío-poder”.
Pero hay tal vez una diferencia entre el concepto bío-poder de Foucault (tomo primero de su Historia de la Sexualidad) con el que hoy ostentan diversos gobernantes. Mientras para Foucault el bío-poder era un medio para ejercer control directo sobre los cuerpos, el bío-poder de nuestro tiempo es un medio para impulsar el crecimiento del poder político, independientemente de los cuerpos. Mediante ese medio los cuerpos dejan de ser cuerpos para transformarse en cifras. Y el Covid-19 pasa a ser un arma de una guerra sin cuerpos.
Excepciones a la regla hay, afortunadamente, siempre. Una de ellas fue, como ha venido ocurriendo en los últimos años, Angela Merkel. Con voz tranquila y ceño preocupado hizo lo que hace siempre: decir la verdad. Sin anestesia ni gestos grandilocuentes explicó la inevitabilidad de la expansión viral. Ante los ojos espantados de los espectadores, señaló que la cifra de infectados en Alemania, según proyecciones, puede alcanzar el 70 %. No hizo ninguna promesa. Solo dijo que su gobierno hará todo lo que esté en sus manos para paliar la situación. Nadie por supuesto gustó de las palabras de Merkel. Pero la gran mayoría sintió lo que raramente sentimos cuando escuchamos hablar a los políticos: la sensación de ser respetados. Respetados como personas, individuos, ciudadanos. En fin, gracias a Merkel sabemos a que atenernos.
Hay momentos en los cuales los gobernantes, los políticos en general, deben hacerse a un lado sin desaparecer, pero sí, pasando a un segundo plano y limitar sus atribuciones a informar sobre lo que emiten otros poderes más competentes. Por respeto deben escuchar a quienes día a día luchan contra los efectos malignos del virus: médicos, enfermeros, trabajadores de la salud en general. Con ese mismo respeto deben escuchar las voces de las víctimas, las de los enfermos y las de los deudos. Las de los que sufren enfermedades crónicas. O las de quienes que, como consecuencia de nuestra edad avanzada, miramos con preocupación la posibilidad de que la pandemia también llegue a tocar en la puerta de nuestras casas.
Ya casi nadie piensa que los gobernantes deben ser personas dotadas de plenos poderes. Y si algunos creen todavía serlas, hay que decirles simplemente y de una vez por todas, que terminen de hacer el ridículo. Por respeto. Por respeto a ellos mismos y a los demás.
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